lunes, 2 de noviembre de 2009

a n o m a l í a # 3 . Lagerfeld Dadandy




Soy la parodia de mi caricatura.


Por una de esas dadístas coincidencias del destino, este fín de semana tuve ración doble de Karl Lagerfeld, infinitamente más nutritiva de lo que hubiese previsto. El sábado consumí con la boca abierta un pasmoso mockumentary sobre Himself, y el domingo me lo encuentro en la portada de EPS, en el mejor artículo que recuerdo en años en esa gacetilla. Nunca había prestado la más mínima atención a tan singular personaje, pero la verdad es que me ha impresionado ese carácter suyo tan posmoderno y, a su manera, tan intemporal. Un dato esclarecedor del enigma de este ¿hombre?: es más viejo que Woody Allen. Colecciona ipods, tiene más de 200.000 libros, pincha house y no tiene la menor intención de fingir cariño por su familia, a la que considera insoportablemente mundana y vulgar.
Pero hay mucha más chicha en el particularísimo y peculiar modo de vida de Lagerfeld: el tópico popular (que él conoce, asume y promueve) asegura que viene a ser el perfecto gilipollas, como todo buen modisto iluminado. Entendiendo por gilipollas a alguien superficial, egoísta, insolidario, engreído, peterpanesco, promíscuo, indolente, pomposo, clasista, marymoderno y pesetero. Curiosamente, ha encontrado una inteligente estrategia para defenderse de los ataques que dichos defectos puediesen proporcionarle: va con ellos por delante, consciente de que alardear de sus bajezas es el mejor arma para silenciar a sus enemigos. Su abyección le define y le defiende. Se autoexcluye de todo juicio moral porque entender a Lagerfeld implica abordarlo desde otras perspectivas. No seré yo quien hable de su talento como modisto (pues nunca he seguido su trabajo) porque el Karl warholiano y mitológico es el que más nos interesa.
Su inapreciable singularidad nace de su condición de purasangre de una raza ya extinta: la del esteta aristocrático, vieja estirpe en desaparición y condenada a reinventarse (de modo muy inteligente, por otra parte) como peluche de los vertederos del pop. Infinita gratitud deben sentir todas las casas reales, condes y condesas, sátrapas petrolíferos y divas judías multimillonarias al enorme trabajo que hizo Warhol por ellos: les dió una forma de presencia legítima en la cultura pop. De no ser por el genial neoyorkino y su servilismo al viejo dinero mecenal, la idea de un "Lagerfeld confidential" hubiese sido recibido con la virulencia de un hipotético "Aznar confidential". Gracias a aquella extraña poética de la Factory en la que las celebrities se alineaban junto a botes de detergente y latas de sopa barata, la realeza ha asumido su condición de caricatura de un tiempo pasado, en un hábitat tan incómodo para ella como es el de la democracia popular. Hasta la mismísima Pitita Ridruejo hubo de rendirse a la incontestable evidencia de que Warhol abría un hueco en el mercado a través del cual los ricos y famosos pudiesen sobrevivir en el discurso cultural. Antiguamente, los aristócratas eran los financiadores del arte: ahora que el mercado ha sido copado por aseguradoras, entidades bancarias y nouveaux riches, han traspasado el lienzo y se han convertidos en los objetos, en el centro de la atención y en el entretenimiento del trabajador.
Puede entenderse tal mutación de la vida de las grandes familias decadentes como una forma de humillación, puesto que los aristócratas han estado siempre mucho más comprometidos con la causa del arte de lo que, injustamente, solemos pensar: el ánimo coleccionista de un viejo conde no era realmente filantrópico, es cierto, pero no por ello resultaba menos estimulante. La Iglesia, antaño la otra gran mecenas de los creadores, hace ya mucho que se ha descolgado de las formas artísticas contemporáneas; no así la realeza, que como digo ha sabido travestirse para sobrevivir desde el pop en un espacio, el de la cultura, que siempre le ha sido estructural.
De hecho, la aristocracia siempre vivó con naturalidad esa vieja utopía de las vanguardias consistente en una vida diluída en el arte:la materia constitutiva de lo aristocrático, es la sofisticación artística. Muchos de los grandes nombres de la nobleza europea han sido omívoros lectores, políglotas viajados, exquisitos en el vestir y el comer, tremendamente exigentes en sus preferencias musicales y pictóricas, inalcanzables en sus refinamientos del arte de vivir. Si alguien alguna vez se ha esforzado por estar rodeado de belleza, ese siempre ha sido el aristócrata, cuya condición no queda definida (ni muchísimo menos) por lo acaudalado de sus cuentas bancarias, sino por su esfuerzo en el refinamiento de sí mismos. Sin duda, la primera anoréxica fue una reina, y ser anoréxico requiere el mismo esfuerzo y determinación que trabajar 11 horas diarias. No lo digo como boutade.
Esa vieja aristocracia que ha mutado en entretenimiento de couche, tiene sin embargo una forma de misticismo epicúreo y nihilista absolutamente fascinante y casi religioso. Lagerfeld (que nació en baja cuna y como todo snob encontró su medio de promoción vital en el dandysmo), bajo ese aparatoso y premeditadamente esperpéntico tipismo warholizable, esconde las viejas esencias de esa extinta nobleza que probablemente nunca haya conocido más que a través de sus legados. La indolencia y serenidad de su gélido discurso hipnotiza por su desapego a toda moral que pretenda sobreponerse a la belleza, como único asunto interesante en el mundo: todo lo que no sea bello, es sencillamente innecesario. Tal es el esteticismo de Lagerfeld, que su comportamiento le convierte en una persona insoportable, pero con una espectacular coherencia que deja, sencillamente, sin palabras: este señor que ha vivido la segunda guerra mundial en su epicentro (Alemania), la posguerra atravesando una Europa desolada, el auge y caída de regímenes e ideologías, defiende su particular manera de estar en el mundo como una fidelidad rigurosa y severa a la belleza efímera. Desarmante son sus templadas reflexiones sobre su incapacidad para sentir empatía por la gente, y su necesidad de contínuas reinvenciones, la inteligencia con la que asume que en los tiempos que corren el mejor modo de captar la atención es constituír una imagen de sí mismo caricaturesca y delirante, como autoficción excesiva para ganarse un lugar en el imaginario colectivo. Con una determinación germánica digna del más impertérrito emperador de Prusia, en un determinado momento de su vida decició que quería vestir de Slimane, y adelgazó 36 kilos en un ejercicio de reinvención de sí mismo que al principio podría parecer ridículo, pero que a tenor de la nteligencia de Karl, resulta una extraña y lúcida reivindicación de la dimensión epicúrea y literaria de lo superficial, de la que se ha erigido astutamente el gran emperador contemporáneo.
¿Un post-dandy? Un da-dandy. Desapasionado, insensible, sin los pies en una tierra irremediablemente vulgar, cuya única redención se encuentra en refugiarse en una belleza amoral y epidérmica. Contemporáneo de Auschwitz, tiene un personal leit motiv perfectamente válido como respuesta a la pregunta de Adorno: estar siempre a la última.

1 comentario:

  1. QUÉ BUENO. Tu blog ha de estar removiendo más conciencias ahí fuera de las que pensamos. Sin ir más lejos y atendiendo a tus quejas sobre el tipo de enseñanza en la escuela, se han montando la siguiente exposición:

    CONFERENCIA: "A CABANA DE HEIDEGGER”
    03/11/09

    Impartida por Adam Sharr, profesor titular da Welsh School of Architecture. Cardiff University / Prifysgol Caerdydd. Reino Unido.
    Venres 6.11.2009 ás 12:30h no salón de actos.

    http://www.udc.es/etsa/_WEB/_ficheros/09/11/dossier_prensa.pdf


    DASIEN MY FRIEND

    -x-

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.